Quizá alguno de nosotros, en algún momento, se ha hecho preguntas como: “¿Vale la pena vivir?” o “¿Cuál es el propósito de mi vida?”. Si nos detenemos a pensar en las cosas que ocurren en nuestro alrededor y lo “inevitables” que parecen ser algunas de ellas se pueden llegar a conclusiones desalentadoras.
Muchos llevan una vida intensa, marcada por el deseo de acumular bienes materiales: dinero, propiedades, vehículos, empresas, etc. Una gran cantidad de personas comprende y aduce que una vida llevada de esa manera es en gran medida vacía y pasajera, siendo que los bienes materiales se desgastan, son volátiles y no pueden ser gozados sin salud, mucho menos pueden ser usados después de la muerte, debemos llegar a la conclusión de que no son una buena razón para vivir.
¿Y qué hay de “las cosas que importan”? Para muchos, “las cosas que importan” son: el pasar tiempo de calidad con la familia, ayudar al prójimo, darle salud a la gente y demás. Todas estas cosas llenan de mucha satisfacción, es cierto; pero ¿no son también pasajeras?
Tengamos un pensamiento que quizá parezca irreverente, pero necesario para explicar la situación, asumamos por un momento que Dios no existe.
Si pensamos fríamente sobre esto, ¿qué es lo que nuestros ojos nos permiten ver? Aquellos a los que tanto amamos, aquellos con los que nos gusta pasar horas y horas de compañía, algún día, no estarán. Invariablemente, casi todos los seres humanos que hemos conocido en este planeta enfermarán, muchos sufrirán, y finalmente morirán, ya sea por la desgracia de la enfermedad o por la maldad y violencia de la humanidad.
Si Dios no existiese, si no hubiese esperanza de una vida eterna, si no hubiese esperanza de una resurrección: ¿valdría la pena vivir? Refiriéndose a la creencia de que no hay resurrección de los muertos, Pablo expresó lo siguiente: “Si como hombre batallé en Éfeso contra fieras, ¿de qué me aprovecha? Si los muertos no resucitan, ‘comamos y bebamos, que mañana moriremos’.” (1 Corintios 15: 32). Si fuese así, qué le quedaría a la humanidad sino solo la angustiosa expectación de que algún día cualquier cosa que le cause felicidad le será arrebatada.
Ahora bien, salgamos de nuestra irreverente suposición y volvamos a lo que todo cristiano convertido ha corroborado: la existencia y el actuar de Dios en favor de la salvación de la humanidad. Ya sea por el cumplimiento de las profecías, por el armonioso mensaje bíblico a través de los siglos, por la ejecución de milagros y en conjunto por una experiencia personal con el Salvador, todo cristiano convencido reconoce que Dios es real y obra en favor de los que le aman.
Estamos convencidos de que existe una eternidad, que el Señor Jesucristo, por medio de su sacrificio ha hecho posible que tengamos esta esperanza que muy pronto se hará realidad. Si esto es así, si reconocemos el valor de los bienes que hemos recibido ¿qué le daríamos a los que amamos? Si pudiésemos darles el mejor regalo del mundo, ¿qué sería lo que compartiríamos con ellos? ¿Le daríamos los bienes materiales pasajeros? ¿le daríamos nuestro tiempo finito?
Sin aceptar al Señor Jesús, aquellos a los que amamos no tendrán la oportunidad de gozar de la salvación, vivirán una vida pasajera, en la cual cualquier cosa que se tenga, ya sea material o abstracta desaparecerá; pero si compartimos con ellos la esperanza y la realidad de nuestro Salvador Jesucristo tendrán el mayor bien que ser humano pueda gozar: una vida eterna sin sufrimiento, sin dolor, sin muerte, sin amargura… tendrán una vida sin pecado.
Y por nosotros mismos, si hiciésemos de aquellas cosas pasajeras la razón de ser de nuestras vidas ¿qué obtendríamos?
Solo vale la pena vivir si es por Cristo.
Fuente: jovenes-cristianos